Feliciano Páez-Camino Arias
La ponencia que sirvió de base a este artículo fue presentada
ante un público formado por profesores de Historia de varios países
europeos, con fuerte presencia de neerlandeses (lo que explica la abundancia
de ejemplos y alusiones relativos a Flandes, incluida la influencia erasmista).
En ese contexto, se trataba sobre todo de relativizar la identificación
de Felipe II con lo español, en la conciencia de que la imagen de aquel
monarca ha servido para generar muchos tópicos errados e injustos sobre
los españoles y su historia(1).
Elaborada en 1995, aquella intervención tenía como punto de partida
la superación de la tensión maniquea en torno al personaje. Tal
consideración se ha revelado demasiado optimista. La conmemoración,
en 1998, del cuarto centenario de su muerte ha sido la ocasión de un
cierto revival hagiográfico, con nuevos enfoques. La tónica
predominante en las instancias oficiales y aledaños ha sido la de reivindicar
a un personaje atractivo en su complejidad, lleno de humanidad en su vida familiar,
gran promotor de la cultura, con gustos artísticos casi vanguardistas,
y que, en cuanto no encaja en esa imagen grata, se inscribe en los comportamientos
propios de su época. Los nuevos estudios biográficos presentados
al calor de la conmemoración han confirmado, eso sí, que la persistencia
en la leyenda rosa debe mucho a autores extranjeros mientras que algunas
visiones más críticas se elaboran en España; el contraste
entre las recientes obras de Henry Kamen y Manuel Fernández Álvarez
lo muestra(2).
Lo que figura a continuación es, con diversas supresiones y algún
reajuste, el texto presentado en aquel simposio que se anticipó en tres
años a la conmemoración noventayochista de la muerte de un hombre
que, en muchos aspectos, nos parece desbordado por su destino y superado por
su tiempo.
La huella del maniqueísmo: los tópicos sobre España
Pocas figuras históricas han sido, a la vez, tan denigradas y tan exaltadas
como Felipe II. Sobre el demonio del sur, sobre el rey prudente
se han escrito muchas páginas inspiradas por la fobia o por la filia
más extremas. Pero, a largo plazo, el maniqueísmo suele perder
la batalla frente a la investigación y a la reflexión. Por eso
hoy podemos decir que el tiempo en el que predominaba la mitificación
-positiva o negativa- de Felipe II ha concluido... al menos por lo que se refiere
a la producción de obras de Historia; otra cosa son, naturalmente, las
creaciones literarias o cinematográficas.
Justamente porque se ha consolidado lo que podríamos llamar la normalización
historiográfica del personaje, resulta oportuno preguntarse qué
huella ha dejado en la memoria colectiva la larga pugna entre sus detractores
y sus defensores. Una vez aceptado que Felipe II no era un monstruo, ni tampoco
un dechado de virtudes, y que, en cualquier caso, los rasgos de su personalidad
no bastan para explicar los acontecimientos de su tiempo, podemos preguntarnos
qué otros estereotipos vinculados a Felipe II y a la España de
su época merecen una revisión crítica. El interés
de ese tema se acrecienta por el hecho de que varios de los tópicos generados
en torno a Felipe II y a sus súbditos españoles han tenido una
larga vida, contribuyendo a conformar la imagen global de España y de
su historia.
Vamos, pues, a intentar abordar la respuesta a algunas cuestiones: ¿qué
presencia han tenido en España las visiones maniqueas sobre Felipe II
y qué huella ha quedado de ellas?; ¿qué papel juega Felipe II
como supuesto arquetipo de lo español y en qué bases se sustenta
ese papel?; ¿qué contrastes pueden señalarse entre la personalidad
de Felipe II y la de los más señalados protagonistas de la cultura
española de la segunda mitad del siglo XVI?; ¿cuán diversos han
sido los tratamientos que la figura de Felipe II ha recibido en la historia
y en la literatura españolas?
Creadores y protagonistas de la "leyenda negra"
En 1914, un funcionario del Ministerio de Estado, Julián Juderías,
publicó un libro en cuyo título se acuñaba una expresión
que pronto alcanzó éxito: "leyenda negra". Seguramente, lo más
sensato que hoy cabe decir sobre la leyenda negra es que no ha existido. Es
decir, que no ha habido "esa crítica negativa sistemática (...)
hacia España o los españoles"(3), forjada y divulgada
en países que han tenido, en ciertas etapas históricas, relaciones
de hostilidad con el nuestro. La denuncia de la existencia de esa supuesta leyenda
negra ha reflejado, más bien, un cierto complejo de persecución,
fruto del ensimismamiento, del aislamiento y de las frustraciones colectivas
de los españoles: una situación que alcanzó su cenit en
los años cuarenta de nuestro siglo -tras la guerra civil-, y que hoy
podemos considerar, en líneas generales, superada.
Ahora bien, si la fórmula "leyenda negra" no expresa tanto una existencia
objetiva como una percepción interior, ello no significa que no tengan
realidad los elementos conformadores de la supuesta leyenda negra. Esto es,
un conjunto de publicaciones que, durante el reinado de Felipe II, constituyeron
un eficaz instrumento de propaganda ideológica contra la política
del monarca(4) y que han gravitado luego pesadamente sobre
la imagen de esta época e incluso sobre la historia general de España.
Normalmente se admite que las fuentes primigenias de la supuesta leyenda negra
son cinco. A saber:
1. El libro Acts and Monuments, escrito por John Foxe, un inglés
que, huyendo de la represión católica de Maria Tudor, encontró
acogida en Holanda. Su primera edición parcial data de 1554 -es anterior,
por tanto, al reinado de Felipe II-, pero la publicación completa fue
realizada, ya en Londres, en 1563. La obra, generalmente conocida como "El libro
de los mártires", se centra en los abusos procesales y penales cometidos
por la Inquisición, y presenta a los españoles como víctimas
de ésta, subrayando el carácter papista, y no específicamente
español, de la institución inquisitorial; es ésta, por
cierto, una perspectiva que estará ausente en obras posteriores del mismo
cariz.
2. Más centrada en la descripción de las torturas inquisitoriales
está la obra "Exposición de algunas mañas de la Santa Inquisición
española" de Reginaldo González Montano, protestante español
exiliado en Londres, y que probablemente había sido fraile del convento
sevillano de San Isidoro del Campo. Escrito en latín y publicado por
primera vez en Heidelberg, el libro fue en seguida traducido a varias lenguas;
en holandés, por ejemplo, fue objeto de tres ediciones en el año,
significativo, de 1569.
3. En 1581 se publicaba en Amberes, en francés, la divulgadísima
Apologie ou défense du très illustre Prince Guillaume,
redactada por Pierre Loyseleur, señor de Villiers. Rara vez ha sido más
cierta la fórmula de que la mejor defensa es un buen ataque; en
este caso el atacado era Felipe II, cuya perversidad quedó muy expresivamente
subrayada para justificar el alzamiento contra su soberanía.
4. Diez años después, en 1591, Antonio Pérez, antiguo
secretario de Felipe II, publicaba en Pau, bajo el pseudónimo de Rafael
Peregrino, el "Memorial del hecho de su causa", obra escrita en español
que, ampliada, fue luego editada en Londres, en 1594, con el título de
"Relaciones". A este implacable alegato personal contra el monarca, cuyos secretos
había compartido, Antonio Pérez añadió más
tarde las "Cartas" y los "Aforismos", publicados en París en 1598 y 1603
respectivamente.
5. A las obras hasta aquí citadas cabe agregar, a propósito de
la actuación de los españoles en América, la "Brevísima
relación de la destrucción de las Indias" de Bartolomé
de las Casas. Aunque escrita en 1542 y publicada diez años después
en Sevilla, alcanzó gran resonancia exterior durante el reinado de Felipe
II, a partir de la traducción francesa de 1579, que exhibía un
largo título cuyo inicio es Tyrannies et cruautés des Espagnols,
perpétrées en les Indes Occidentales...
En el recorrido por estos cinco pilares de la supuesta leyenda negra salta
a la vista que ésta es, en buena medida, obra de españoles. Tres
de los cinco autores lo son; dos de ellos son, además, clérigos.
No podemos decir, en cambio, que se trate de obras directamente conocidas en
España, dejando aparte la de Bartolomé de las Casas: los libros
de González Montano y Antonio Pérez no fueron editados aquí
hasta mediados del siglo XIX, y -si no estoy mal informado- los de John Foxe
y Guillermo de Orange no han sido nunca traducidos al español.
Del conjunto de estas obras (salvo la de Las Casas, que tiene otro ámbito
de interés), y de otras que en su estela se escribieron, se desprenden
dos grandes protagonistas: la Inquisición, que a los ojos de muchos quedará
asociada sustancialmente a la historia de España; y Felipe II, que será
consagrado como rey español por excelencia, y sobre el que se vuelca
una avalancha de críticas en las que se entremezclan -como era común
en aquella época y en otras posteriores- las de carácter político
y las de orden personal.
Además, se pueden espigar algunas referencias globales negativas al
carácter de los españoles, en las que no faltan alusiones a la
lamentable herencia judía y musulmana que éstos tienen. En los
panfletos antiespañoles que se publican en Francia y en Inglaterra, sobre
todo durante el último decenio del reinado de Felipe II, menudean las
referencias al judaísmo del monarca y del propio duque de Alba, a la
par que los españoles, en su conjunto, son tratados de semijudíos,
semisarracenos... y ateos(5): lo que no es poca cosa para
un pueblo al que se suponía muy encariñado con la Inquisición.
Tal vez uno de los efectos más negativos que, para el sereno análisis
histórico, han tenido esas publicaciones es el haber suscitado, en diversas
épocas, la reacción publicística que ha conformado lo que
algunos llaman la "leyenda rosa" sobre Felipe II y otros asuntos de España.
En justa correspondencia, si a la supuesta leyenda negra contribuyeron destacadamente
autores españoles, en esta presunta leyenda rosa han participado personas
de otros países, ideológicamente vinculadas, por lo general, a
lo que podríamos llamar el integrismo católico, que alguna vez
ha creído encontrar su meca en esta tierra.
La visión crítica sobre Felipe II: una antigua tradición
española
La tenaza formada por ambas leyendas no ha impedido, sin embargo, el desarrollo
en España de visiones más matizadas. Lo más asiduo que
sobre Felipe II han aprendido los españoles en la escuela es, desde luego,
que "en sus dominios no se ponía el sol", lo que no siempre ha ido acompañado
de una valoración favorable de tan poderoso personaje. De hecho, como
vamos a ver, la Ilustración en el siglo XVIII y el liberalismo democrático
en el XIX divulgaron en España una imagen crítica de Felipe II,
con frecuencia presentado como arquetipo de la inflexibilidad, cuando no de
la tiranía. Además, una de las víctimas del rey, el Justicia
Mayor de Aragón Juan de Lanuza, fue convertida en un mártir de
la libertad, en la honrosa compañía de los comuneros de Castilla
que, setenta años antes, habían pagado también con su vida
la oposición a las arbitrariedades de Carlos V.
Acogida su muerte con dolor oficial y alivio general, el recuerdo de Felipe
II padeció la consabida damnatio memoriae del pasado reciente,
paralela a las esperanzas puestas en su sucesor. La obra teatral de Juan de
la Cueva "El príncipe tirano", tras cuyos rasgos no es difícil
imaginar alusiones a Felipe II, puede expresar esa situación. Pero, conforme
avanzaba el siglo XVII, tomó cuerpo una cierta nostalgia mitificadora,
que se manifestó sobre todo en el teatro, resurgido con los sucesores
de Felipe. Hasta en una docena de obras de Lope de Vega aparece Felipe II; Juan
de Austria y Flandes son también referencias corrientes en el teatro
lopesco. En él se consolidan el tópico genérico del caballero
español y la imagen de Felipe II como representación de la suprema
justicia, que alcanzará su ejemplo más conocido en la última
escena de "El alcalde de Zalamea" de Calderón de la Barca. El soldado
veterano, curtido y no poco desengañado en las campañas de Flandes,
se consagra asimismo como prototipo novelesco; sirva como ejemplo, entre otros
muchos, una novela escrita por una mujer: "Al fin se paga todo" de María
de Zayas, publicada en 1637.
En el siglo XVIII, el cambio de dinastía y el progresivo desarrollo
de una política de reformismo ilustrado conllevaron una visión
bastante crítica de la España de los Austrias. Se abrieron paso
entonces dos consideraciones llamadas a tener larga vida: que los Austrias,
en general, esquilmaron los recursos de España con una política
belicosa ajena a los intereses del país; y que hubo en ellos un declive
personal creciente desde las grandezas de Carlos I hasta las miserias de Carlos
II. Felipe II, todavía con rasgos de grandeza pero actor de una política
llena de extravíos, representaría claramente el inicio de la decadencia.
Los comentarios de José Cadalso en las "Cartas marruecas", escritas en
1774, pueden servir de ejemplo: "extenuado", "afeminado"[!], "disminuido", "cansado":
así había quedado, según Cadalso, el pueblo tras el reinado
del sucesor del césar Carlos. La visión española
más negativa de los Austrias alcanza su cumbre con el poema del escritor
y político liberal Manuel José Quintana titulado "El panteón
de El Escorial"; fue escrito en 1805, el mismo año en que murió
Schiller, y la sordidez del Felipe presentado por Quintana no tiene mucho que
envidiar a la que retrata el gran poeta alemán en "Don Carlos".
El más caudaloso de los novelistas españoles de la segunda mitad
del siglo XIX y comienzos del XX, Benito Pérez Galdós, ofrece,
en particular en las alusiones al pasado histórico contenidas en sus
Episodios Nacionales, muestras de la imagen que de Felipe II tuvieron
los liberales y demócratas. Felipe es un tirano, al que puede verse citado
en compañía de Nerón o de Atila; pero se le reconoce algún
mérito y siempre ocupa, en el peor de los casos, el segundo puesto en
la lista de los reyes abominables que ha tenido España: el primer puesto
lo tiene asegurado, con fuertes razones, Fernando VII.
"¡España y yo somos así, señora!": con esa célebre
réplica termina el segundo acto de la obra teatral "En Flandes se ha
puesto el sol", que Eduardo Marquina estrenó en 1909, y que cabe situar
tanto en una línea de recuperación de la tradición lopesca
como en la estela tardorromántica del éxito de Cyrano de Bergérac.
Hay aquí mucho lustre y caballerosidad, mucho de eso que en francés
llaman le panache, una visión cordial de los rivales flamencos
y una cierta nostalgia de las pasadas grandezas. Ésa es la línea
por la que transcurre una discreta reconciliación con Felipe II y su
entorno en una parte, la más tradicionalista, de la literatura española
de comienzos de este siglo.
Desde la Restauración, en el último cuarto del siglo XIX, se
va produciendo también una moderada recuperación historiográfica
de Felipe II, de la que puede ser considerado punto de arranque el artículo
publicado en 1876 por Juan Pérez de Guzmán, con el expresivo título
de "El lado amable de un rey severo". Pero lo que subsiste en los sectores más
brillantes de la cultura española desde comienzos de este siglo es una
visión muy crítica, aunque no necesariamente satanizadora, de
lo que representaron los Austrias en la historia de España. Manuel Azaña,
siendo presidente del Gobierno de la República española, lo explicaba
así, en un discurso: "...una digresión monstruosa de la historia
española, que comienza en el siglo XVI, que corta el normal desenvolvimiento
del ser español, y le pone con todas sus energías y toda su grandeza
al servicio de una dinastía servidora a su vez de una idea imperialista
y católica"(6).
Una monstruosa digresión de nuestra historia: la frase es muy
fuerte; pero expresa, simplificadamente, ciertas impresiones arraigadas en muchos
españoles: la de que los Austrias se nos vinieron encima por una jugada
de la historia; la de que Felipe II no debe representarnos colectivamente en
la memoria histórica de los demás pueblos.
En realidad, fue durante la dictadura de Franco cuando adquirieron un carácter
oficial las visiones más justificativas y encomiásticas sobre
Felipe II, lo que no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta que el
franquismo pretendía nada menos que reanudar las glorias imperiales españolas
interrumpidas a la muerte de aquel monarca. No parece una casualidad geográfica
que Franco decidiera levantar el más simbólico monumento de su
régimen, la llamada cruz de los caídos, en las proximidades
del monasterio de El Escorial. Desde entonces, la visita de ambos monumentos
ha formado parte de un mismo circuito turístico alrededor de Madrid,
lo que no deja de ser un cierto agravio, no sé si a la memoria de Felipe
II, pero desde luego sí a la calidad del arte escurialense.
Si se me permite introducir una esquemática consideración biográfico-generacional,
me atrevo a aventurar que muchos de los actuales profesores de Historia españoles
-y quizás también muchos españoles que no tienen el raro
privilegio de ser profesores de Historia- hemos vivido tres fases en nuestra
relación con el personaje de Felipe II: en la primera, en la escuela
(por lo general, privada y confesional) del franquismo tardío, nos enseñaron
sus glorias, no siempre con mucha convicción; al crecer, aprendimos a
rechazarlo como encarnación de la intolerancia religiosa y del abuso
de poder del que nosotros mismos éramos víctimas: la exaltación
que el franquismo había hecho de él no hacía sino ennegrecer
su figura a nuestros ojos; finalmente, tuvimos que controlar nuestra fobia,
leer, analizar, comparar y desmitificar al personaje conociendo su época,
para que al fin nuestros alumnos tengan con él una relación apaciguada
(en espera, en todo caso, de que no se convierta en una relación inexistente).
Las enseñanzas biográficas
Sin plegarse ni a la satanización ni a la hagiografía, hay algunos
rasgos de la biografía del personaje que siguen siendo elocuentes. Por
ejemplo, los lamentables efectos de una educación descuidada sobre un
hombre llamado a ser poderoso. No parece sensato que, a los siete años,
el futuro Felipe II no supiera todavía leer ni escribir, mientras que
a los tres años ya le habían enseñado a cazar(7).
Resulta escandaloso que un soberano de tan diversos dominios no aprendiera nunca
a expresarse en otra lengua que el castellano. También es discutible
la elección, como preceptor, del muy ortodoxo Juan Martínez Silíceo,
frente a la candidatura del gran humanista Luis Vives. Es asimismo reveladora
la personalidad de su maestro de Geografía e Historia, que fue Juan Ginés
de Sepúlveda, cronista de Carlos V y esforzado refutador de Bartolomé
de Las Casas y de Erasmo de Rotterdam.
Aunque seguramente distó de ser ese brillante mecenas que nos presentan
sus hagiógrafos recientes, Felipe II fue un promotor de las artes, aunque
con más estrecha visión que alguno de sus sucesores, como el denostado
Felipe IV. Fue más coleccionista de libros que lector y, aunque en los
años de formación se compraron para él numerosas obras
representativas del esplendor renacentista, a su muerte le rodeaban, sobre todo,
libros piadosos, de magia y astrología. No le gustaban nada las corridas
de toros (disgusto que muchos de sus críticos comparten); tampoco le
gustaba esa otra fiesta profana y popular que es el teatro, para el que negó
todo apoyo económico, excepción hecha de las obras de carácter
religioso. En vísperas de su muerte llegó a prohibir completamente
la representación de obras teatrales en Madrid. Es de suponer que si
sus denostados sucesores, los tradicionalmente llamados en España Austrias
menores, no hubieran tenido gustos más amplios que él, la
literatura de nuestro Siglo de Oro hubiera sufrido un daño irreparable.
Gustaba en cambio Felipe II de los espectáculos que proporcionaba el
Santo Oficio, aunque su reinado no llegara a ser la edad de oro de la Inquisición.
Presidió personalmente cinco autos de fe y hay testimonios escritos
de que lamentaba que sus obligaciones no le permitieran asistir con más
frecuencia, junto con su familia, a tan edificantes ceremonias. ¿Condicionó
el ferviente catolicismo del rey su política general, o más bien
utilizó la fe para la defensa de los intereses de su dinastía?
Tantos textos y ejemplos se pueden aducir en favor de uno u otro enfoque; pero
lo que parece claro es que el ardor religioso, lejos de constituir un bálsamo,
acentuó -una vez más en la historia- la crueldad de los enfrentamientos
humanos y limitó las posibilidades de entendimiento y acuerdo.
También nos muestra la biografía de Felipe que la memoria histórica
más divulgada resulta a veces caprichosa, incluso por lo que a la popularidad
de los crímenes de Estado se refiere. Muchas vueltas se le han dado -a
veces con brillantez literaria pero siempre con frágil base histórica-
a las circunstancias de la muerte del vesánico príncipe don Carlos
y de la frágil Isabel de Valois. Sin embargo, la responsabilidad de Felipe
parece mucho más aplastante en asesinatos como el del barón de
Montigny en Simancas en 1570, de Juan de Escobedo en Madrid en 1578 o del propio
Guillermo de Orange en Delft en 1584, sin contar con ejecuciones tan escandalosas
como las de Egmont y Horn en Bruselas en 1568, o Lanuza en Zaragoza en 1591.
Naturalmente, el asunto de don Carlos o de la reina Isabel tiene el morbo añadido
de situarnos en el corazón mismo de la vida familiar de Felipe. Y es
ahí precisamente donde el personaje se nos aparece como más desgraciado
y, quizá por eso, también como más humano. Aunque se trata
de una realidad demográfica bastante corriente en su época, el
hecho resulta escalofriante: Felipe fue, oficialmente, padre de once criaturas,
tres de las cuales nacieron muertas y otras seis fallecieron antes que él,
sobreviviéndole sólo dos; también murieron sus cuatro esposas,
tres de ellas -las que le dieron hijos-, de parto. El año de 1568, punto
de arranque de la llamada guerra de los ochenta años -ese mito
fundacional, que recuerda, salvadas las distancias, al de nuestra interminable
"reconquista" de ocho siglos(8)- debió de ser también
un año muy difícil, personal y políticamente, para el rey:
en él murieron el príncipe heredero y la reina, y en él
estalló, junto con la de Flandes, la rebelión morisca de Granada,
que era la primera insurrección que se producía en España
desde 1521.
Ese lado humano del personaje quedó más patente cuando el historiador
belga Louis-Prosper Gachard publicó en 1884 las cartas enviadas por Felipe
desde Portugal, entre 1581 y 1583, a sus hijas las infantas Isabel y Catalina.
Más tarde fueron publicadas otras cartas -conservadas, como las anteriores,
en Turín-, enviadas por Felipe a Catalina desde el matrimonio de ésta
con el duque de Saboya Carlos Manuel I en 1585. En estos documentos podemos
comprobar que Felipe añoraba la compañía de sus hijas y
que gustaba del canto de los pájaros y de las bromas de los bufones,
lo que revela que el poderoso monarca era también capaz de sentimientos
y emociones, como, por lo demás, puede ocurrirle al más bondadoso
de los hombres y al más abyecto de los tiranos.
Las cartas personales confirman ese aroma de mediocridad que se desprende también
de los millares de papeles anotados que -para delicia de historiadores- nos
ha dejado este rey prolijo y vacilante. En palabras de Gregorio Marañón,
las cartas filipinas parecen escritas por "un niño bueno pero no muy
inteligente"(9). Y es que, a pesar de su conocida incontinencia
gráfica -o quién sabe si precisamente a causa de ella-, el rey
"no sabía articular su pensamiento salvo mediante clisés"(10).
Sus fórmulas de cariño resultan estereotipadas, sus consejos personales,
y aun políticos, bastante triviales(11), y su torpeza
expresiva contrasta con el luminoso español de los grandes escritores
de su época.
Por eso siguen encontrando eco las observaciones que, hace medio siglo, realizara
el doctor Marañón, presentando a Felipe II como el prototipo del
"débil con poder", caracterizado por una timidez disfrazada de solemnidad,
dotado de una inteligencia sólo mediana, y aprisionado por el permanente
temor a no estar a la altura de su propia dignidad y del ejemplo de su padre.
¿Y si, a la postre, nos estuviéramos ocupando de un personaje mediocre,
y el estudio de Felipe II y su tiempo -en particular de su tiempo en España-
fuera, sobre todo, el estudio de un contraste?
Un paradójico arquetipo de lo español
Las complejas, y en muchos sentidos conflictivas, relaciones del monarca con
la España de su época invitan a prestar atención al mito
de Felipe II como encarnación de lo español. De acuerdo con los
retratos pictóricos o literarios, el aspecto físico del hijo de
Carlos V de Alemania y de Isabel de Portugal se aproximaba poco a la fisonomía
más corriente entre los españoles. El veneciano Federico Badoaro
lo describía así en 1557: "Es de piel blanca y de cabello rubio,
lo que le hace parecerse a un flamenco. En cambio su aspecto es altivo porque
su comportamiento es español..."(12). La españolización
del comportamiento, ya que no del aspecto, ha tenido éxito. Encontramos
un ejemplo reciente en la biografía escrita por Ivan Cloulas, en la que
comenta que Juan de Zúñiga, que se encargó de la educación
física y moral del futuro rey, "hará del príncipe un verdadero
español, capaz de ocultar sus sentimientos y de contener sus emociones"(13).
Así que Felipe era español a fuer de altivo, frío y reservado.
No es, sin embargo, la frialdad y la reserva lo que, de acuerdo con el tópico
actual, caracteriza al español; más bien al contrario. Pero es
que los estereotipos -que no expresan la realidad, pero sí la forma simplificada
en que ésta es percibida por mucha gente- varían con la historia.
En un artículo sobre el mito de los caracteres nacionales, José
Antonio Maravall explicó que "la imagen del español a fines del
XVI está dibujada por trazos de reflexión, cálculo, astucia,
frialdad"(14). Estos flemáticos españoles,
en la época de la preponderancia política de los Habsburgos, se
parecen mucho a los flemáticos ingleses de dos siglos después:
tanto que cabe pensar que el supuesto carácter nacional está funcionalmente
asociado a la posición del país en el sistema internacional. En
todo caso, ese español-tipo del siglo XVI contrasta con la caracterización
romántica de los españoles como "impulsivos, despreocupados, desprendidos,
espontáneos, ardientes y pasionales", forjada fundamentalmente en la
primera mitad del siglo XIX, y de la que todavía hoy quedan bastantes
trazas(15).
Se suele convenir que Felipe era un español (...según el modelo
correspondiente al siglo XVI, se entiende); pero no faltan razones, y no sólo
de orden genealógico, para recordar su parte de borgoñón-flamenco,
y de portugués. Cuando su padre Carlos le hablaba de "nuestra amada patria"
era la perdida Borgoña lo que evocaba. En 1548, el emperador introdujo
el ceremonioso ritual borgoñón en la Casa de su hijo y éste
lo mantuvo al menos hasta el decenio de 1570, atenuándolo luego. En 1549,
al regreso de su primer viaje a Flandes, el entonces príncipe se esforzó
por introducir en la Corte elementos de la arquitectura, la pintura, la música
y la jardinería flamencas.
En cuanto al contacto con Portugal, es bien anterior a la fecha de 1580 en
que Felipe II incoporó ese reino y sus colonias a sus vastos dominios
(momento en el que, por cierto, empezó a usar el título de "Rey
de España"). Cuando en 1559 Felipe llegó a la Península
tras su larga estancia en Inglaterra y Flandes, y asumió de hecho el
gobierno, se encontró con que la regencia ostentada desde hacía
cinco años por su hermana Juana de Austria (viuda del príncipe
Juan de Portugal y madre de don Sebastián) había supuesto el establecimiento
de un fuerte vínculo entre la corte castellana y la portuguesa(16).
Portugués era su buen amigo Ruy Gómez de Silva, el príncipe
de Éboli, que, hasta que murió en 1573, encabezó la facción
cortesana más federalista y pactista, enfrentada a las posiciones intransigentes
aglutinadas en torno al duque de Alba. Por lo demás, hay buenas razones
para afirmar que el balance del reinado de Felipe II desde 1580 resultó
ser para Portugal bastante menos duro que para Castilla(17).
Y si el monarca era bastante plurinacional, sus tropas no lo eran menos. En
los Tercios de Flandes, que con tan lamentable frecuencia practicaban la "furia
española", los españoles estaban en franca minoría. Según
los cálculos más acreditados constituían alrededor de un
15 por ciento: por ejemplo, 7.900 hombres de los 54.000 que compusieron el ejército
del duque de Alba. Como es sabido, en esas tropas había gran cantidad
de italianos, de valones (apelación genérica de los nativos) y,
sobre todo, de alemanes, junto a los temibles croatas.
En general, las guerras de Flandes(18) fueron impopulares
en las tierras de España, y no sobraban los voluntarios para ir al País
Bajo, a diferencia de lo que ocurría con Italia. Un refrán de
la época decía: "España mi natura, Italia mi ventura, Flandes
mi sepultura". La expresión "poner una pica en Flandes" ha quedado en
español para referirse a un hecho que resulta extraordinariamente costoso.
Otro dicho que se utilizaba entonces cuando se generaba un ambiente de motín
(como el que se produjo, sin ir más lejos, entre quienes construían
el monasterio de El Escorial, en 1577) es: "¿Estamos aquí o en Flandes?".
Las conflictivas relaciones de Felipe II con la cultura española
Además del escaso entusiasmo que la acción bélica y represiva
en Flandes encontró entre el pueblo, cabe señalar la existencia
de inequívocas críticas formuladas por elementos descollantes
de la cultura española, muchos de los cuales tenían, además,
un fuerte contacto personal con el mundo flamenco. Piénsese en Benito
Arias Montano (1527-1598, estricto coetáneo de Felipe II, por tanto),
que, mientras dirigía la confección de la Biblia Políglota
regia de Amberes -que sería mal recibida por la curia papal y
los teólogos más conservadores-, escribía despachos desde
Flandes a Felipe II desaconsejando la represión religiosa.
Lejos de ser un hecho aislado, esa actitud tenía un sólido sustrato
ideológico. El arbitrista Martín de Azpilcueta, que en 1556 -doce
años antes que Jean Bodin- había formulado claramente los principios
del cuantitativismo monetario, publicó asimismo una "Carta Apologética"
contra el odio entre los países. A mediados del siglo XVI Sebastián
Fox Morcillo enseñaba su filosofía ecléctica y conciliadora
en la Universidad de Lovaina, y en 1556 -año del acceso al trono de Felipe
II- publicó en Amberes De regni regisque institutione, tratado
en el que las críticas a la Inquisición se mezclan con puntos
de vista de orientación democrática(19). Por
su parte, Fadrique Furió Ceriol escribió una obra titulada "Sobre
las instituciones del príncipe", de la que sólo fue publicada
una parte, también en Amberes en 1556, referida al "Consejo y consejeros
del Príncipe". En ella, además de proponer una organización
federal de las posesiones de los Austrias, hacía un claro llamamiento
a la tolerancia y a la paz. Este mismo Furió se trasladó en 1573
a Flandes, como consejero de Luis de Requeséns, en la busca de una solución
pacificadora para el conflicto.
La experiencia histórica de los españoles contenía elementos
que abonaban este tipo de posiciones. La complejidad religiosa de la Península
Ibérica durante la época medieval había favorecido la tolerancia
social y el sincretismo cultural. Tras la implantación, tardía,
de la Inquisición (a partir de 1480), ese sustrato pluralista pervivió,
y la heterodoxia, o la herejía, no se asociaron tanto con confrontación
dogmática cuanto con disidencia cultural; de esta última existen
numerosas manifestaciones en la España del siglo de la Reforma(20).
Junto a ese alimento interior, las corrientes de pensamiento pacifista, tolerante
y crítico arraigadas en España miraron hacia el resto de la Europa
renacentista y, lógicamente, encontraron un elemento aglutinante en la
figura y la obra de Erasmo de Rotterdam. Por su parte, Erasmo contemplaba con
desconfianza esa España en la que mucha gente lo admiraba. A propósito
de una invitación del cardenal Cisneros para que viniera a enseñar
a la innovadora universidad de Alcalá, Erasmo escribe, en una carta privada,
en 1517: "Cardenalis Toletanus nos invitat; verum non est animus ispanitsein".
Poco antes le había hecho a Tomás Moro esta dura confidencia epistolar:
"Non placet Hispania"(21).
¿Por qué no le gustaba España a Erasmo? Lo da a entender en algunas
ocasiones: porque era una tierra poco cristianizada y en ella pervivía
una lamentable presencia semítica, especialmente judía. Pero "si
Erasmo no fue a los españoles, los españoles fueron a Erasmo"(22)
y, entre ellos, muchos judeoconversos, que, paradójicamente, acudieron
hacia Erasmo en virtud de ese mismo sincretismo religioso-cultural que a él
le incomodaba.
Tras una etapa de visible presencia en la corte española de Carlos V,
el erasmismo, que había prosperado especialmente en los ambientes más
cosmopolitas y mercantiles -como los de Sevilla y Valladolid-, empezó
a ser perseguido a partir de los procesos inquisitoriales de 1557 a 1559, que
fueron dirigidos prioritariamente, más que contra el luteranismo, contra
la herencia espiritual de Erasmo. Desde entonces, y a lo largo del reinado de
Felipe II, se desarrollaron corrientes erasmistas soterradas, de resistencia
cultural a la ortodoxia dominante. Ese revelador capítulo de la historia
cultural de España fue puesto de relieve sobre todo por el hispanista
francés Marcel Bataillon, que publicó en 1937 la primera edición
de su gran obra Erasmo y España, en la que analiza la continuidad
existente "entre el movimiento literario nacido del erasmismo y las tendencias
clásicas de la época de Felipe II"(23).
En la obra del controvertido teólogo y gran poeta Fray Luis de León
(nacido el mismo año que Felipe II: en 1527), se detectan elementos,
como la defensa de la dignidad de la lengua romance, la reivindicación
de una religiosidad interior, o la exaltación de la paz, que remiten
claramente a una pervivencia del espíritu de Erasmo(24).
Ese mismo espíritu está presente en la ironía y el sentido
de la tolerancia que palpitan en la obra de Miguel de Cervantes, gestada "en
el otoño del Renacimiento español". Bataillon ha escrito una frase
muy expresiva a ese respecto: "Si España no hubiera pasado por el erasmismo,
no nos habría dado el Quijote"(25).
Todo ello se produjo mientras en la corte de Felipe II se tomaban medidas aislacionistas
y contrarias a la libertad de creación, medidas que, ciertamente condicionaron
y limitaron, pero no impidieron, el desarrollo del llamado siglo de oro
de las letras y las artes españolas. La prohibición, establecida
en noviembre de 1559, de estudiar en universidades extranjeras -salvadas algunas
excepciones- tuvo efectos especialmente duros para la ciencia española
y llevó a varias personas a vivir y a publicar desde entonces fuera de
España. Las duras medidas adoptadas, desde las reales pragmáticas
de septiembre de 1558, contra la entrada y distribución de libros constituyeron
desde luego una rémora para el desarrollo cultural. Pero ni las prohibiciones
ni la impermeabilización cultural procuradas por el rey, y alentadas
por la jerarquía católica, destruyeron la vitalidad intelectual
del país, y de hecho la presencia cultural de España más
allá del Pirineo seguiría siendo notable en el siglo XVII.
Ciertamente, Felipe II no inventó la Inquisición. Como es sabido,
no se trata de una creación española, sino papal, católica,
aunque otras variantes del cristianismo, como la encabezada por Calvino, la
aclimataron también a sus dogmas. Además de extenderla por sus
dominios del Norte, Felipe II la reorganizó para hacerla políticamente
más eficaz y económicamente más potente. Las Instrucciones
Generales de 1561 supusieron el punto de arranque de una modificación
de sus estructuras que acrecentó su vinculación a los mecanismos
políticos e instituciones del Estado. El desarrollo del aparato inquisitorial
permitió la puesta en marcha de los procesamientos masivos. Por lo demás,
desde la segunda mitad del siglo XVI, entre los procesados por el Santo Oficio
no predominaban ya los cristianos nuevos (judeoconversos y moriscos),
sino los que, con independencia de su origen, expresaban ideas no conformes
con la ortodoxia impuesta, o desafiaban al poder político. A propósito
de las relaciones históricas de España con la Inquisición,
resulta a veces conveniente recordar una obviedad: que si españoles han
sido muchos inquisidores, no menos españoles fueron las víctimas
que tanta ocupación les dieron.
La época de Felipe II... y de Cervantes
La acción de gobierno de Felipe II se desarrolla, pues, en confrontación,
más o menos explícita, con buena parte de la sociedad de su tiempo
y en ruptura con muchas tradiciones hispanas; pero se desarrolla en armonía
-o, por lo menos, en sincronía- con ciertas tendencias de la política
europea de su tiempo. Desde hace unos años, un grupo de historiadores
españoles estudiosos de la corte del monarca viene reivindicando la aplicación
a la Monarquía hispánica del concepto de confesionalización,
utilizado por historiadores alemanes para calificar el desarrollo de la construcción
del Estado en Europa central, tanto bajo el dominio de la Reforma como de la
Contrarreforma(26).
Tal análisis del reinado, basado no tanto en la evolución de
la política internacional como en la conformación de la política
interna -pero atento, eso sí, a las analogías con otros Estados
de la época- contribuye a ofrecer una visión más matizada
de esa realidad compleja que fue la política filipina. Y además
sugiere la revisión de algunos criterios cronológicos tradicionalmente
adoptados: subraya, por ejemplo, la importancia decisiva que, en los años
1572-73, tuvo la disgregación de la opción política más
transigente y avanzada, el llamado "partido ebolista", al coincidir en esas
fechas las muertes de Ruy Gómez de Silva, de la princesa Juana de Austria
y de Francisco de Borja.
Pero, con ser influyentes, la personalidad y la política de Felipe II
no pueden constituir más que un elemento parcial en el estudio de aquel
tiempo. En la muy biográfica conmemoración de 1998 se ha podido
echar en falta alguna exposición sobre cómo transcurría
la vida de la gente en los reinos de España en 1598; no hubiera estado
de más que algunos promotores de la efeméride hubieran imitado
el proceso vivido por Fernand Braudel, que alteró el protagonista de
su tesis doctoral, inicialmente orientada a estudiar la política mediterránea
de Felipe II, para escribir su monumental "El Mediterráneo y el mundo
mediterráneo en el tiempo de Felipe II".
Un tiempo para cuya descripción, con crudo realismo, podemos recurrir
a la literatura española coetánea; por ejemplo, a dos obras maestras
de la novela picaresca: la primera, "Lazarillo de Tormes", publicada
anónimamente en 1554, se sitúa en el umbral del reinado; la otra,
"Guzmán de Alfarache" de Mateo Alemán, fue gestada en los últimos
años de vida de Felipe, y publicada -su primera parte- en 1599. El más
célebre, probablemente, de los poemas de Miguel de Cervantes es el soneto
con estrambote dedicado al túmulo mortuorio de Felipe II en Sevilla,
que empieza: "Voto a Dios que me espanta esta grandeza"; no es difícil
atisbar en él una buena dosis de sarcasmo, de desengaño e incluso
una tácita protesta(27).
La propia biografía de Cervantes (1547-1616) es un contrapunto de la
de Felipe II porque en ella están presentes desde otra perspectiva -como
en el envés de la Historia- muchos de los grandes temas del reinado.
Nacido en una familia de hidalgos de modesta condición económica,
este noble y pobre Cervantes vivió en las principales ciudades españolas
(Valladolid, Madrid y Sevilla). Viajó por el Mediterráneo: a Italia,
muy presente luego en su recuerdo; a Lepanto como soldado (1571), y a Argel
como cautivo (1575-80). Acudió a Lisboa cuando Felipe II estaba en ella
(1581) y fue enviado en misión a Orán. En 1587 se convirtió
en abastecedor de la gran Armada que preparaba la invasión de Inglaterra,
y tres años después pidió permiso al rey para ir a América
pero éste se lo negó. En 1598, un año antes del nacimiento
de Velázquez, la España en la que agonizaba el hombre más
poderoso de su tiempo era también la España en la que se estaba
gestando la más universal de las novelas.
NOTAS
(1) En el grupo de trabajo constituido para la elaboración
de aquella ponencia participaron Pilar Llorente, Josefa Otero, Juan Brotats
e Hilario Rodríguez.
Una versión resumida del texto presentado en Toledo ha sido publicada
recientemente -al cuidado de Chris van Asperen, Iet Attema y Marja Kaptein-
en la revista de nuestros colegas de la Asociación neerlandesa de profesores
de Historia (V.G.N.): "Filips II in de geschiedschrijving", Kleio (Den
Haag), nº6, september 1998, 10-15 (con una puntualización recogida en
el nº7, oktober/november 1998, p.39).
(2) Kamen, Henry: Felipe de España, Madrid, Siglo
XXI, 1997.
Fernández Álvarez, Manuel: Felipe II y su tiempo, Madrid,
Espasa, 1998.
(3) García Cárcel, Ricardo: La leyenda negra.
Historia y opinión, Madrid, Alianza, 1992, p.14.
El libro que dio origen a la expresión ha sido recientemente reeditado.
Juderías, Julián: La Leyenda Negra. Estudios acerca del concepto
de España en el extranjero, Salamanca, Junta de Castilla y León,
1997.
(4) La propaganda ideológica jugó un papel crucial
en el conflicto de Flandes. "En el caso del enfrentamiento ideológico,
no cabe duda de que la modernidad empezó en los campos de batalla de
Flandes, en el último tercio del siglo XVI": así concluye Joseph
Pérez su artículo "Felipe II ante la historia. Leyenda negra y
guerra ideológica" en Kamen, H.; Pérez, J.: La imagen internacional
de la España de Felipe II, Universidad de Valladolid, 1980, p.34.
(5) García Cárcel: op. cit., p.84.
(6) Alocución en la asamblea de clausura de Acción
Republicana el 28.III.1932.
(7) Estos datos proceden de la biografía que, probablemente,
sigue ofreciendo mejor relación amenidad/rigor, dentro de una tónica
más bien favorable a la figura del monarca. Parker, Geoffrey: Felipe
II, Madrid, Alianza, 1978 [reedición en 1998], p.23.
(8) La comparación aparece sugerida en el artículo
de Vosters, Simón A: "Las armas y las musas. Las guerras de Flandes en
la literatura de la Edad de Oro" en Historia-16, Madrid, VII, nº76, 1982,
95-107. Este historiador subraya que la denominación tradicional neerlandesa
"guerra de los ochenta años" (1568-1648) sugiere un continuo bélico
que se aviene mal con la existencia de la tregua de los doce años (1609-1621)
y con el hecho de que hubo, al menos, tres alzamientos diferentes. La expresión
española "las guerras de Flandes" parece, pues, más acomodada
a la realidad.
(9) Marañón, Gregorio: Antonio Pérez.
El hombre, el drama, la época, Madrid, Espasa-Calpe, 1977 [1ªedición
en 1947, revisada y ampliada en 1951], p.326. Esta enjundiosa obra ha sido objeto
de una reciente reedición: Espasa-Calpe, 1998.
(10) Spivakovsky, Erika: "Prólogo" a Felipe II: Epistolario
familiar. Cartas a su hija, la infanta doña Catalina (1585-1596),
Madrid, Espasa-Calpe, 1975, p.19.
(11) Hay algún célebre consejo de "prudencia"
política, como el de la carta XIV a Catalina (1586). Entre los "desórdenes"
personales contra los que el monarca previene está el andar al sol, el
comer mucha fruta y la actividad sexual (carta VII a Catalina, 1585).
(12) Citado en Bennassar, Bartolomé: La España
del siglo de oro, Barcelona, Crítica, 1983, p.26.
(13) Cloulas, Ivan: Felipe II, Buenos Aires, Vergara,
1993, p.23.
(14) Citado en Ayala, Francisco: La imagen de España.
Continuidad y cambio en la sociedad española, Madrid, Alianza, 1986,
p.56. El entrecomillado siguiente, en p.57.
(15) Vistas en perspectiva histórica, las triviales
comparaciones entre caracteres nacionales reservan sabrosas sorpresas. Por ejemplo,
en una publicación de comienzos del siglo XVII [citada en García
Cárcel: op. cit., p.58], dedicada a la contraposición de franceses
y españoles, se lee que el francés "ordinariamente habla mucho
y alto" y el español "siempre habla poco y bajo". ¿Quién lo diría
hoy?
(16) Martínez Millán, José (dir.): La
corte de Felipe II Madrid, Alianza, 1994, p.34.
(17) Hice un desarrollo más amplio de este tema en
el segundo "encuentro" de Iberoclío, con los colegas de la A.P.H. portuguesa.
Fue recogido en Páez-Camino, Feliciano: "Felipe II y algunos tópicos
sobre Portugal y España", O Estudo da História, Lisboa,
nº2, 1997, 67-76.
(18) Flandes tenía en español distintos significados:
- En sentido estricto, el condado de Flandes.
- Por extensión, el conjunto de las 17 provincias que Carlos V heredó
en 1506 de Felipe I y transmitió a Felipe II en 1555. Abarcaban el actual
Benelux y fragmentos de Francia y Alemania.
- La zona sur que, a diferencia de las Provincias Unidas, permaneció
vinculada a la Monarquía hispánica y al catolicismo tras 1648.
En la actualidad, el término designa a la región neerlandófona
del Estado belga, recientemente federalizado.
En el lenguaje oficial se decía en el siglo XVI "Estados (de Flandes)",
"Estados bajos", o "Estados de las tierras baxas". Desde 1569 se introdujo el
galicismo "país", en la expresión "pays baxo" (que traduce Nederland),
o "payses baxos" (que traduce Nederlanden: las 17 provincias históricas).
Hay razones para procurar sustituir los actuales términos restrictivos
"Holanda", "holandés" -que excluye frisón, brabanzón, zeelandés...-
por "Neerlanda", "neerlandés" o "País Bajo" (mejor en singular).
(19) Maravall, José Antonio: La oposición
política bajo los Austrias, Barcelona, Ariel, 1974, p.60.
(20) Véase el capítulo "España en el
siglo de la reforma" en Kamen, Henry: Nacimiento y desarrollo de la tolerancia
en la Europa moderna, Madrid, Alianza, 1987, 140-153. (Se subraya el minoritario
apoyo español a la política del duque de Alba, en p.149).
(21) Bataillon, Marcel: Erasmo y España, Madrid,
F.C.E., 1991, p.77.
(22) La expresión es de Lucien Febvre comentando en
1939 el libro precitado de Bataillon, cuya primera edición en francés
había aparecido dos años antes. Febvre, Lucien: Erasmo, la
Contrarreforma y el espíritu moderno, Barcelona, Orbis, 1985, p.101.
(23) Bataillon: op. cit., p.771.
(24) Bataillon analiza el tema, sobre todo en relación
con la obra "Nombres de Cristo", publicada por Luis de León en 1583.
Bataillon: op. cit., p.760 y ss.
(25) Bataillon: op. cit., p.805. El entrecomillado anterior
-que es una paráfrasis del título de la famosa obra de Huizinga-,
en p.777.
(26) Martínez Millán: op. cit., p.19 y ss. y
p.191
En cambio, hay ilustres ejemplos de un enfoque bien distinto. En su La realidad
histórica de España (1954), Américo Castro busca raíces
islámicas en la función política de la religión
tal como se practicó en la época de Felipe II: "El carácter
político-sacro de la institución regia en tiempo de Felipe II
hace ver bien claro que el espíritu califal se había deslizado
en ella..."
(27) Francisco Ayala escribe que "basta una mediana capacidad
de intuición para percibir la antipatía con que el escritor contempla
al rey", pero considera más arduo documentar ese sentimiento. Rico, Francisco
(dir.): Historia y crítica de la literatura española, Vol.II,
Barcelona, Crítica, 1980, p.662.
Este artículo ha sido publicado en la Revista Tiempo y Tierra
(Madrid), nº 7, 1998, 7-26.